Lo que nos queda
En la semana flexible hice la entrega de dos libros de poesía. La obra completa de Konstantino Kavafis y una antología de Andrée Chedid. Quedé con el señor Bondy en vernos por la Plaza Bolívar. Salí más temprano, aprovechando en hacer algunas vueltas. Fui a la farmacia buscando mi suplemento mensual de antihistamínicos. En la cola me puse a leer una página al azar de Chedid, queriendo memorizar algún verso que ya se me iba de las manos.
¿Dónde están las horas simples?/¿La fuente naciente bajo el guijarro,/La lámpara y su poder,/El campo de un verde cierto,/El instante donde acaricio el más tierno de sus rostros?//La angustia martilla las aceras ausentes,/El grito golpea los pozos de la indiferencia./Testigo de las grandes cacerías solitarias/El alma llama a combate;/Necesita el impulso, la gaviota, el trigo desnudo.//Con unas migajas de tiempo entre las manos,/Atormento la vida.
La gente pagaba las medicinas con billetes arrugados de cinco dólares. Una mujer paga la diferencia de una lata de leche con una tarjeta carcomida por las deudas. Tengo que cambiarla, pero en el banco me dicen que no hay plástico, ¿cómo se hace entonces? Ella comenta esto ante la mirada reprochable de la cajera que pasa el punto que está por igual gastado por tanta penetración. A veces nos sentimos urgidos a dar explicaciones que nadie nos ha pedido, como si en la justificación a los demás se aliviara el peso de nuestra miseria.
Recordaba las palabras de nuestro presidente estalinfático: la economía no está dolarizada, solo el comercio, el bolívar es nuestra moneda oficial. En mi corta vida no he conocido mayores aspiraciones en mi moneda (ni en mi futuro), siempre quedan como relleno de pasaje y paisajes, expectativas que no superan la retórica, a merced de los factores externos, al costo especulativo del transporte y el precio de las canillas, a las limosnas precarias que doy a músicos y mendigos en el metro, a los cigarrillos detallados de contrabando que me fumo con placer culposo, a las cosas indispensables de una rutina conducida por ruedas dentadas, ridiculizadas, en fin, por una asociación maligna de ideas.
Una agonía cristiana me obliga siempre a entrar a una iglesia si la veo abierta. Orar es una necesidad primaria, una forma de hacer stream of consciousness en un estado de sitio concebido para lo divino. Me senté en un banco, cerca del púlpito que evoca días de locura religiosa, de un fervor creyente que nunca pasa de moda. Inquieto antes de mi rezo leí unos poemas de Kavafis:
Voluptuosidad (LXXII).
La delicia y el perfume de mi vida es la memoria de esas horas/en que encontré y retuve el placer tal como lo deseaba./Delicias y perfumes de mi vida, para mí que odié/los goces y los amores rutinarios.
Recuerda, cuerpo…(LXXV)
Recuerda, cuerpo, no sólo cuando fuiste amado,/no solamente en qué lechos estuviste/sino también aquellos deseos de ti/que en los ojos brillaron/y temblaron en las voces — y que hicieron/vanos los obstáculos del destino./ Ahora que todos ellos son cosa del pasado/casi parece como si hubiera satisfecho/aquellos deseos — cómo ardían,/recuerda, en los ojos que te contemplaban;/cómo temblaron por ti, en las voces, recuerda, cuerpo.
Doy las gracias por estar vivo y tener salud, dije. A las alegrías que genera el tener la comodidad de poder pensar estas cosas. Pedí por mis padres, mi hermana y mi perro viejo con una catarata en su ojo izquierdo que recrea un galaxia en pequeña escala ocular. Pedí por mis amigos, los pocos que tengo y recuerdo en la extensión de la plegaria, que sus éxitos sean acertados a sus aspiraciones más grandes, que otros puedan exorcizar el demonio de la depresión. Pedí perdón una vez más por mis mentiras recurrentes, mi tendencia a usar los mismos juegos de máscaras. Agradecí la gracia que brinda la indiferencia, sin mucho revuelo ni vanidad se puede trabajar mejor, sin esperanza, concentrado en lo de uno. Como mi vida no es interesante he tenido la libertad de hacer lo que me ha dado la gana. No pude disculparme por eso, por seguir haciendo lo que me plazca no pretendo buscar perdón. Pedí fortaleza y paciencia para las situaciones desquiciadas, le comenté al eco del templo mi preocupación por las estadísticas: en el mundo cada cuarenta segundos una persona se quita la vida.
Me molesta cómo el pesimismo se volvió un negocio rentable en el país. El desarraigo lo empaquetan, los exhiben en grandes vallas publicitarias, la gente expande su dolor como una gripe, a veces de una manera tan frívola que enferma y pudre las neuronas. Para los momentos amargos pedí tener el valor de llorar de alegría porque asimilo que todo fin es inevitable. Pedí que mi optimismo cínico paulatinamente se convirtiera en una esperanza autentica, una que no me eche en cara el pasado. Luego pasé a mis peticiones caprichosas, las que me puedo permitir en mi sagrado egoísmo: un mejor trabajo, encontrar algo más decente que lo que tengo ahora, más apetito y oportunidades carnales, pues toda frustración sexual y económica conducen al desprecio de uno mismo, la mediocridad y la envidia se producen en cuerpos faltos de cariño. Le comenté al eco del templo que cada vez estoy más convencido que detrás de cada muestra de vanidad hay de fondo una tristeza inherente, una que busca reconocerse en otras tristeza ocultas. Un escalofrío me recorrió el cuerpo y fue así que reconocí una vez más la variedad de mi experiencia religiosa, una como las descritas en el libro de William James. Por una costumbre cerré con un padrenuestro, di las gracias y me sentí un poco más tranquilo conmigo. Me persigné y salí a la calle.
En la Esquina San Francisco al frente de la Iglesia, por una de las entradas del Capitolio, un grupo de personas esperaba detrás de una parcela negra la entrada y salida de alguien importante. Varios en el hombrillo de la acera, ubicada en el medio de la Avenida Universidad, a la sombra de una enorme ceiba, usaban sus piernas como apoyo para hacer los retoques finales de unos manuscritos inciertos, releyendo en voz alta, entre dientes, tachando con amargura lo irreparable de la tinta. La espera los ponía a muchos a mirar el vacío y comerse las uñas. Los textos han sido hechos con una caligrafía forzosa, concebidos en un estado de profunda desesperación, de una ortografía tosca donde casi todas las palabras por ausencia de tildes suenan graves.
Las cartas humildemente hechas a mano son extensas peticiones personales. Todas las que pude revisar comienzan de la misma manera, sin sangrías, divagando plegarias para ir luego al grano. “Señor diputado, ante todo un cordial saludo revolucionario, siempre agradeciendo a Dios y a este proceso en el cual hemos sido tomados en cuenta”; “Excelentes representantes del nuevo parlamento, les envío un saludo patriótico y revolucionario, no sin antes bendecirlos con la gracia de nuestro señor Jesucristo”; “Estimada licenciada camarada, Dios la bendiga, muy contenta de que estas palabras lleguen a sus manos, gracias al favor de la virgen que desde lo alto protege el legado de nuestro comandante supremo”; “El sueño de Bolívar y Chávez pueden continuar con esta nueva asamblea, dispuesta a escuchar las demandas del pueblo”. Las cartas tenían como remitente nombres y direcciones invisibles. Mis peticiones y las suyas tenían el mismo destino: no llegar a ninguna parte.
Seguí subiendo hasta la Esquina Gradillas. Tenía una llamada perdida del señor Bondy. Llegué a la Plaza y ahí estaba. Un señor vestido de negro, muy raro también, porque no parecía ni joven ni viejo. Nos estrechamos las manos y tomamos asiento en los bancos de granito. Hablamos sobre el tráfico, el retraso y lo engorroso que se ha vuelto conseguir efectivo, el mismo protocolo de personas que no saben qué decirse pero tienen que tratarse.
Oye, muchas gracias por los libros, dijo. Toma, lo que acordamos, la otra parte te la hice por transferencia.
Ahí me llegó la captura, le dije.
Perfecto. Mira, ahora que nos conocemos mejor, apenas, ¿será que me puedes conseguir otros libros de poesía?
Claro, ¿tiene los nombres? Sí vale, aquí te traje una listica. Luego cuando los consigas cuadramos.
La lista estaba escrita en la parte de atrás de una factura vieja. CKR: Corporación Koreana de Repuestos, C.A. En el 2007 el señor Bondy había comprado una Bobina y una Bujía ACDelco por un precio total de 170.000 bolívares. Me pareció una barbaridad caer en cuenta que este año el pasaje, al día de hoy, cuesta 150.000 bolívares. Por muy cercanas que parezcan las cifras escritas, en realidad dan una suma astronómicamente larga y patética. La suma del fracaso de nuestro valor estaba reflejada en esos detalles.
Nota: las piezas eléctricas no tienen garantía. No se devuelve dinero, se cambia mercancía.
Comparto con ustedes la lista de Bondy.
1)Eugenio Montejo — Antología
2) Hanni ossott — El circo roto
3) Miyó Vestrini — Todos los poemas
4) José Watanabe — Lo que queda
5) Antonio Carvajal — Extravagante jerarquía
6) Rafael Dieste — Rojo farol amante
7) Jenaro Talens — Proximidad del silencio
Doblé la factura y la guardé en el bolsillo. Nos dimos de nuevo la mano para despedirnos contra toda medida preventiva. Ya era demasiado tarde. El señor Bondy miró la estatua Ecuestre de Bolívar y dijo: «De modo que no hay nada que hacer», concluyó el general. « Estamos tan fregados, que nuestro mejor gobierno es el peor» ¿Has leído El general en su laberinto, de García Márquez? ¿No lo has leído? Recién la terminé en estos días y esa frase del libro se me quedó grabada. Es una ironía pertinente recitarla justo aquí, en la plaza donde el libertador recibe la cagada diaria de las palomas y los políticos de turno, que son como lo mismo: ratas voladoras. Las novelas históricas me dejan un mal sabor en la boca, me duelen, como todo esto. Por eso leo más poesía. Trato de aprender nuevos versos de memoria pero no lo consigo. Solo me sé uno, y es porque es el poema que me recuerda a una novia que tuve hace años. Recordarlo es una forma se aceptar cuando declamo que todavía la sigo amando, no como antes, pero de otra forma.
¿Va en esa dirección? Le dije. Yo también voy al metro, recíteme en el camino el poema que se sabe, da tiempo de sobra hasta que nos separemos.
Toma el libro de Kavafis, me dijo. Busca el poema de Ítaca. Léelo mientras me escuchas, así compruebas qué tan certera es mi memoria. No recuerdo la página, o tal vez sí, en esa edición creo que esta por la cuarenta y algo o la cincuenta y pico. Busca en el índice Ítaca. Vamos.
Aquí está. Cerca, página cuarenta y seis. Adelante.
“Si vas a emprender el viaje hacia Ítaca,
pide que tu camino sea largo,
rico en experiencias, en conocimiento.
A Lestrigones y a Cíclopes,
o al airado Poseidón nunca temas,
no hallarás tales seres en tu ruta
si alto es tu pensamiento y limpia
la emoción de tu espíritu y tu cuerpo.
A Lestrigones y a Cíclopes,
Ni al fiero Poseidón hallarás nunca,
Si no los llevas dentro de tu alma,
Si no es tu alma quien ante ti los pone.
Pide que tu camino sea largo.
Que numerosas sean las mañanas de verano
en que con placer, felizmente
arribes a bahías nunca vistas;
detente en lo emporios de Fenicia
y adquiere hermosas mercancías,
madreperla y coral, y ámbar y ébano,
perfumes deliciosos y diversos,
cuanto puedas invierte en voluptuosos y delicados perfumes;
visita muchas ciudades de Egipto
y con avidez aprende de sus sabios.
Ten siempre a Ítaca en la memoria.
Llegar allí es tu meta.
Más no apresures el viaje.
Mejor que se extienda largos años;
y en tu vejez arribes a la isla
con cuanto hayas ganado en el camino,
sin esperar que Ítaca te enriquezca.
Ítaca te regaló un hermoso viaje.
Sin ella el camino no hubieras emprendido.
Mas ninguna otra cosa puede darte.
Aunque pobre la encuentres, no te engañará Ítaca.
Rico en saber y en vida, como has vuelto,
comprendes ya que significan las Ítacas.”
Viste. Seguir amando lo que no tenemos es otra forma de recitar. Adiós viajero.
El señor Bondy desapareció por las escaleras grises con dirección Propatria. Ítaca después de todo tiene más de un sinónimo. Yo volví la mirada a torniquetes y columnas gastadas de la estación. Lo que me queda es solo esta memoria igual de gastada, mi cansancio alejandrino. Seguí mi ruta imprecisa y me perdí de nuevo entre la gente. Ese día no regresé a casa.
Alexander JM Urrieta Solano