La esquina de barro

Liber Ludens
14 min readJan 17, 2022

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Y otra Escritura dice también: Mirarán al que traspasaron

Juan 19:37

Me llamó un número desconocido. Era Cipriano Fuentes, un señor que vendía libros cerca de El Pinar, por una esquina que pasando la calle lleva al zoológico.

La primera vez que lo vi le compré una antología: La mano junto al muro: veinte cuentos latinoamericanos, al precio accesible de un dólar al cambio. Le dejé mis datos para que me avisara sobre nuevos libros, ya que estaba interesado en hacer algunas compras (innecesarias) para la librería.

Como sucede casi siempre con los libreros ambulantes la primera impresión suele ser bastante patética. El señor Cipriano había improvisado su puesto en una mesa de plástico curtida por el sol y cubierta por un mantel con estampados de osos panda y figuras espirales; encima tenía una serie de libros de la Segunda Guerra Mundial, kinestesia y superación personal (como el poder de la mente y el tratado de las ciencias ocultas), también varios productos enlatados de pepinillos y alcaparras, dos caballos de yeso que daban la impresión de una actitud no perecedera ante la vida: parecía que el señor tenía guardados desde quién sabe qué época de recesión y escasez esos productos para nada atractivos, incluyendo los libros. En suma era, a primera vista, una exhibición desesperada.

Le di mi número asumiendo que aquel sujeto que anotaba el contacto en un papel rayado con garabatos indescifrables (marcando el código celular entre las palabras Giralda y Maisanta), no me iba a llamar después. Para mi asombro lo hizo dos veces. En la segunda ocasión atendí y le dije que volvería.

Con la expectativa a medio tanque me fui caminando por la Avenida Páez. Un trayecto que, aunque nada tiene que ver con la anécdota, era en exceso melancólico, particularmente triste por el estado de abandono de las calles. ¿Será porque la costumbre de caminar anima a que nos pongamos a pensar en esas cosas que a fin de cuentas, y para nuestro bien, son irrecuperables? ¿Será porque ese trayecto específico por El Paraíso se enfrasca con facilidad al pasado, a una ruta acostumbrada de infancia querubina, de pesares asociados a uniformes, malas notas y confusiones pubertas? ¿Será porque se trataba de los últimos días del año, y no tenía otra cosa que hacer salvo trabajar y buscar algún pretexto para salir a estirar las piernas, dando un paseo en busca de algo que aplacara mi estado de sitio depresivo? ¿Será porque sólo haciendo este tipo de recorridos hacia la nada, efectivamente, se me hace más sencillo escribir?

Al llegar el señor Cipriano me saludó. Me hizo revisar los libros ordenados en fila sobre la acera mostrando los lomos y tapando las manchas de hongos de los bordes. Hablaba con insistencia y fastidio sobre cada libro. Le tuve que decir que le bajara dos porque había venido a ver. Los títulos eran tiras incompletas de enciclopedias de terciopelo, biografías de Grandes celebridades políticas occidentales, lecciones magistrales de macroeconomía, hagiografías, recetarios de comida española, almanaques mundiales de 1999, los clásicos aburridos y obligatorios de la literatura venezolana, cuentos morales para niños, y los viejos best-sellers de Círculo de Lectores. Al costado de un árbol había una caja llena de libros, me insistió que la revisara al final porque tenía una sorpresa especial para mí. Ya estaba algo decepcionado. Casi todos los libros estaban mojados, como sacados de balde, las páginas estaban infladas por descuidos y accidentes. El colmo era que Cipriano quería minimizar lo caótico diciendo que los libros, a pesar de que estuvieran un «poquito» mojados, todavía se podían leer, pues un verdadero lector no se detiene por el mal estado de las cosas.

Cipriano empezó a hablarme de su vida sin respetar los silencios ni las pausas. Su voz rezumbaba en mi búsqueda de títulos junto al ruido de los carros, el aire mezclado con dióxido de carbono que enloquece a los perros, el tedio ajeno de una funeraria de poco aforo, los olores de friolenta descomposición de la carnicería en la otra esquina. Datos irrelevantes, hiperbolizados por la misma necesidad de tener que contar algo gastado y demasiado elaborado. Para el primer encuentro Cipriano me dijo que era escritor, pero hizo énfasis de que era uno de poco alcance, su momento para ser leído y rescatado había pasado; se justificaba, más que en su falta de talento, en la insensatez de la época, en la ineptitud de las generaciones que no supieron leerlo. El fracaso tenía siempre una explicación. Fue castigado por el olvido de su medio. Incomprendido envejecía en su único sustento: en el recuerdo de lo que fue.

Imagine usted la cantidad de información que me dio para dejarme tan saturado, sin el menor espacio para conocerlo realmente. Ciertos personajes imponen sus propios perfiles, sus propios términos de presentación, no necesitan contar salvo lo que les conviene decir o hacer, para que luego nosotros hagamos lo que medianamente captamos de ellos. A veces resulta inevitable el escurrir de la tristeza en las tramas. Por motivos prácticos hay que limitarse a describir ciertas exageraciones y gestos de las personas, ya que no pueden ser más deprimentes de lo que ya son. No tenía forma de corroborar sus aseveraciones, dichas en un plan de yo solo soy una víctima de este sistema, en este país que no lee, que no piensa, and so on…

Había colaborado en ediciones de los primeros títulos de la Biblioteca Ayacucho, allá por los años setenta.

Me habló de Salarrué.

Cayó en un monólogo sobre El Ángel del Espejo, el Cristo Negro y la leyenda de San Uraco, hay que sacrificarse por el otro, salvarse por el arte, como está establecido en nuestra moribunda constitución. Luego destacó su asombro por los Cuentos de Barro, los Hombres de Barro, América Central y la narrativa salvadoreña, los hemisferios opuestos del universo del escritor, la fuerza de las imágenes inéditas, lo crucial de la brevedad, la totalización de los temas, el rescate de las profundas raíces populares, el uso de la metáfora, el diálogo incesante del bien y el mal…la locura, la sublime locura, esta última, una inmensidad inabordable para el señor Cipriano, su verdadera patria. Hablaba con tal grado de desorden que no era solo difícil llevar el hilo de esas reflexiones, sino que cada invención del Yo hice o Yo era o el Yo tengo, no podían quedarse tranquilas en un postulado coherente.

Cuando se escucha a una persona que ha perdido desde hace tiempo la noción de sí misma es inevitable pensar que está enferma y por eso suele mentir acerca de lo que cree que es, o es que simplemente es mentirosa y por eso mismo se le siente irremediable(mente) enferma. Yo escuchaba al señor con atención, lamentando que me hablara desde un estado senil, como si en verdad no tuviese con quien más hacerlo, porque a raíz de sus propias invenciones se fue quedando solo, como le suele pasar a tanta gente en un mundo que exige, para sobrevivir, sostenerse a partir de diversas proporciones de falsedad: engaños ajustados a equis circunstancia, normalizando la cotidianidad detrás de un juego de máscaras, amputaciones, estrategias comediográficas para evitar acumular más sufrimientos, incluso llevando hasta la cotidianidad, si el drama diario lo amerita, la caricatura que ofrecemos al vacío como mercancía, a modo de cruz a cuestas (sin el apoyo de muletillas ni cirineos), llevamos el agotador ejercicio de fingir ser siempre otro. Insatisfacción enfermiza, provocada por la incapacidad de ser uno mismo sin que nos duela. Al menos la atrofia del señor Cipriano, aunque terminal, era honesta, servía para sostener la mentira total en la que se había convertido, al exponerme graciosa e inconscientemente, de una manera tan detallada, su experiencia con el fracaso.

Trabajaba, supuestamente a distancia, para el periódico británico Daily Mail, en la sección mortuoria. La editorial le pagaba en libras esterlinas. Un sueldo imperial que planteado desde la inmutación de esa esquina en El Paraíso era inverosímil. Él vivía su novela, y el mundo real parecía no ser necesario.

–Escribí un obituario sobre la Reina de Inglaterra.

–¿Cómo es eso señor? Si la Reina todavía sigue viva.

–Ah, pero ese es el detalle, algún día se va a morir. Lo que importa es que yo pueda cobrar mi anticipo. Ya tengo dos colaboraciones con el periódico. Y tengo otras cincuenta en una columna de un periódico subterráneo de San Felipe, donde publiqué gran parte de mis microficciones.

–¿Y en dónde puedo leer esas microficciones?

–Ese periódico solo se puede conseguir en San Felipe, déjame ver si tengo alguno dentro de mis manuscritos que llevo conmigo, digo, de los que me quedan, porque después del incendio de mi vida, quiero decir, luego que se quemó una parte de la casa donde tantos años dormí, perdí otra, pero no tan considerable, gran parte de mi vida, de mi obra. El desgraciado de mi editor me robó la otra parte, la publicada en la columna subterránea.

Se metía las manos en los bolsillos buscando algo que jamás iba a encontrar. Aquí lo que tengo en una libreta con escritos inéditos, decía, y me la mostró a medias. La abrió por encima pero sólo podían verse números telefónicos y cuentas bancarias. Mira, dijo, y en una página estaban las oraciones.

–Son puros principios que algún día espero terminar–dijo. –Son mis recuerdos. Estoy buscando un editor para que me ayude a montar mi libro de memorias. Pero primero debo reunir dinero para comprar un celular con la venta de libros. Por favor, revisa lo que hay en la caja sorpresa, tengo guardadas algunas cosas para lectores especiales. Ahí luego podemos cuadrar un precio.

Fui hacia la caja. En ella no había tantos libros, unos contados ejemplares. Estaba la biografía de Hitler y Eisenhower, de la misma colección de celebridades occidentales. Un diccionario trilingüe de inglés-español-griego en un formato de consulta muy incómodo. Un manual de dudas internas de la RAE. Nada relevante, salvo un ejemplar tapa dura de David Friedrich Strauss: Das Leben Jesu, kritisch bearbeitet, traducida como La nueva vida de Jesús. A pesar de que tenía un alto interés por los libros, y en especial por la vida de Cristo, algo me detuvo mientras hojeaba ese ejemplar.

Un intenso y creciente olor a orine me nubló la vista.

–De noche unos niños se acomodan cerca de la santamaría. Por las mañanas encuentro esta esquina vuelta un desastre. Pero uno se acostumbra a todo porque no le queda otra que adaptarse a lo que da la ciudad.

Las páginas húmedas de estos ejemplares especiales me hicieron caer en cuenta de lo que estaba pasando. Me hice la imagen de una banda de monstruos olvidados que durante la noche se meaban sobre los libros de los hombres más destacados de la historia universal. A pesar de esta conclusión repulsiva, algo me hacía quedarme y seguir revisando con mayor atención el Das Leben Jesu, como hipnotizado por sus páginas, sintiendo que aquel olor de azufre confundía mis aseveraciones, y la normalidad se había quedado retenida en los huecos de la nariz. Me empecé a sentir mal, y las invenciones cobraron por un instante sentido, y como los poseídos de los evangelios empecé a hablar en lenguas con Cipriano el Mago.

–La obra de Strauss le sirvió a Nietzsche para tomar postura ante el cristianismo y el mismo Dios. Es claro que los evangelios, como testamento literario, intervino de una manera decisiva con aportes sobrenaturales al gran relato que llamamos historia, una que concibe el pequeño paréntesis de lo que llamamos la humanidad, usando siempre los términos más adecuados, los minúsculos.

–Strauss afirma que el problema de los evangelios no radica en su valor histórico, sino en la idea que quieren expre­sar. Y luego como otros, los lectores del porvenir quisieron interpretar esa idea. Strauss concluye que los evangelios son de carácter mítico, puesto que no hay forma racional de explicar las hazañas realizadas por Jesús. Deben leerse entonces como relatos teológicos basados en una prefiguración del antiguo de testamento, no como un hecho histórico que «en realidad» sucedió.

–El viejo Testamento es una serie de incidentes que anticipan o «prefiguraron» la vida de Jesús en el nuevo Testamento. Hay ejemplos memorables: el intento de Abraham de sacrificar a su hijo Isaac prefigura la voluntad de Dios al dejar que su hijo muera en la cruz.

–Aunque no hay una relación causal lo hechos de la vida de Jesús fueron dispuestos de tal manera que justifican las predicciones del viejo testamento. Hay incontables pasajes del nuevo testamento donde tanto Jesús como el resto de los personajes actuaron para que pudieran cumplirse las profecías antiguas: porque esto sucedió para que se cumpliesen las escrituras.

–Esa prefiguración o «pensamiento figural» nació en los primeros tiempos cristianos como justificación a un contexto, a una situación que acarreaba necesidades históricas específicas. El milenio, sabes, su inminencia a la destrucción de los tiempos se hizo sentir en la angustia de los primeros creyentes; tampoco hubo necesidad de buscar una autoridad fuera de las enseñanzas de Jesús, pues él mismo era verbo, (ver)dad y ley. Al ver que la segunda venida no se concretaba, se postergaba inclemente y apocalíptica, la nueva religión tenía que competir durante siglos con todos los cultos paganos ya bien extendidos y populares en el mundo, por lo que los cristianos se vieron en la urgencia de legitimar las nuevas enseñanzas asentándolas a una genealogía. El pasado hebreo de Jesús hizo asequible (y rentable) el redescubrimiento del viejo Testamento.

–Esa vinculación narrativa para el movimiento cristiano creó dos efectos inmediatos. Dos fundamentalmente: el primero fue que le dio al nuevo culto una historia venerable, de proporciones míticas, convirtiendo el viejo Testamento en una obra importante para comunidades no judías, lo hizo un libro de leyes y acontecimientos para pueblos específicos que anticipaba la llegada de Jesús; el segundo efecto, claro, fue cómo se legitimó la figura de Jesús al relacionarse con las profecías del viejo testamento.

–No es ambiguo ante esta situación formularnos algunas preguntas esenciales acerca de nuestra civilización: ¿Qué Dios es este que primero fue hebraico y después cristiano, un Dios que exige la sangre a través de la muerte, para que sea reestablecido el equilibrio de un mundo que solo de sus leyes se nutre? Al construir una figura histórica del hijo también se reformula la divinidad del padre.

–¿Es acaso una ironía que El Paraíso en el que vivimos sea lo más parecido al Infierno y después de que esto se acabe no sucederá más nada? No quiero dar tampoco una respuesta a esa pregunta, ni quiero que tú tampoco me la des, es algo para pensarlo, a fin de cuentas, es parte de una disertación literaria. Nada de esto es real. Fuera de esta fantasía podemos coincidir que cada generación produce diversas vidas de Jesús adaptadas a las circunstancias de un tiempo.

–El Jesús histórico es igual de desolador que el Jesús religioso. Al final estamos solos y el calvario personal lo tiene que llevar cada uno en su pecho, como una colmena de avispas negras. Tú me entiendes, es una forma muy cristiana de verlo, es decir, no tiene ninguna importancia…

–Gracias a los primeros sabios cristianos como San Agustín y Tertuliano las interpretaciones figurales fueron llevadas hasta la justificación histórica. Se establecieron así los pilares de la cultura occidental. Cada pasaje del viejo Testamento se interpretó de tal forma que prefiguraba los acontecimientos del viejo testamento, interpretaciones que influenciaron de una manera profunda en la literatura de la Edad Media y el pensamiento escolástico en general. Un caso evidente es la Divina Comedia de Dante, la estructura y los incidentes de la obra están determinados por formas figurales.

–Dante nos legó una arquitectura del cielo y el infierno, condensando en una obra las interpretaciones de una época. Más que presentar personajes sobrenaturales quiso, en mayor medida, representar a los hombres del teatro del mundo, y su participación dentro de la gran comedia humana…

En la mesa estampada, entre los libros mojados estaba un ejemplar intacto de Pabellón de Cáncer de Aleksandr Solzhenitsyn, junto a unas cajitas apiladas de láminas para pasticho. Fue lo único que terminé comprando.

–¿Quieres el libro? Llévatelo. Te lo puedo dejar a un buen precio. Sabía que era algo que podía ser de tu interés, por eso todos estos libros los aparté en esta caja especial.

–Yo pensé que los tenía apartados porque estaban meados…

–¿Cómo así?

–Olvídelo, estoy un poco mareado. Voy a se seguir viendo mejor qué hay en la mesa. Creo que solo me llevaré el Pabellón de Cáncer.

–Vea lo que quiera. Mira esta rareza que tengo –me pasó un libro que tenía desde que había llegado bajo la custodia de su axila izquierda. Una Biblia Reina Valera editada en 1949, estaba comida por las termitas y el lomo se desprendía como las hojas de plátano cuando están muy quemadas.

Está en la mismísima piedra, pensaba.

–Conseguí un comprador potencial para este libro. El día de mañana voy a llevar esta biblia a casa de un pastor de una iglesia ortodoxa. Se lo voy a ofrecer y no voy a aceptar menos de veinte mil dólares.

–¿Veinte mil dólares? Señor Cipriano, ese libro no cuesta eso…

–Exacto. Eso lo sabemos tú y yo, ¿no entiendes que el precio que le damos a las cosas es subjetivo? El valor lo otorga la necesidad. Luego uno lo que tiene que hacer es negociar.

Aunque el punto del señor Cipriano era válido, este no dejaba de ser un loco. Su convicción era crónica. Me dije que no volvería más nunca a la esquina de barro. Me fui en dirección opuesta, sintiendo como el olor a azufre se iba disipando en la distancia.

Strauss contribuyó a una nueva forma de conciencia del pensamiento figural en la vida mítica de Jesús. En los pasajes donde este, en efecto, cumple con las profecías del viejo Testamento se establecen los paralelismos figurales. Strauss intentó despojar de los textos toda adición irracional, suponiendo que estas fueron producto de la imaginación literaria de los evangelistas, para llegar a la versión de un Jesús histórico verificable, sometido al cálculo de las interpretaciones exhaustivas de los lectores del siglo XIX, y que buscaban a través de la razón adaptar la vida de Jesús a la ficción literaria de cada escritor.

Ahora que lo recuerdo y escribo esto, deberíamos hablar de una interpretación posfigurativa y no prefigurativa en el Das Leben Jesu de Strauss.

La prefiguración consiste en sostener la creencia que el relato del viejo Testamento anticipa los acontecimientos que van a suceder años después; por otro lado, la posfiguración consistiría en sostener la consciente construcción de crear una ficción para conformarse con las predicciones ya establecidas en los relatos que anteceden al nuevo Testamento. Strauss terminó haciendo una transfiguración ficcional del Jesús histórico. En las construcciones literarias la transfiguración ficcional es una rama específica que ubica novelas que por sus cualidades pueden ser vistas como posfigurativas. El siglo veinte abunda en grandes novelas posfigurativas. Tenemos el fenómeno del Ulises de James Joyce, obra total que nos habla de un Odiseo moderno que transita por las calles de Dublín de 1904 por un día. La obra reactualiza la epopeya homérica. Esta misma relación puede dar una explicación literaria al vínculo de ambos testamentos bíblicos, tomando como eje la vida de Jesús, que como esquema de acción puede divorciarse del significado que haya tenido inicialmente para ubicarlo en la trama ficcional que mejor convenga. Y las nuevas formas de Jesús se pueden presentar en las parodias más inflamarias. El héroe (pos)moderno, quizá en parte prefigurado por la vida de Jesús, puede ser un hombre bueno, un canalla con TDAH, profesor de la narrativa guatemalteca, un farsante, un niño con uraco atrofiado, un pabellón criollo, una nación entera imaginada, un pabellón de cáncer.

La figura de Jesús no refleja el absoluto de Éste, apenas un contraste. Sin embargo, el escritor es libre de hacer lo que le plazca con la figura de Jesús, pero las creencias del escritor determinarán el significado dentro de la lógica de la trama, así como en el simbolismo de los resultados planteados, como si se trataran de acontecimientos deformados de los Evangelios, de la vida misma, intentando expresar más que diagnósticos de una misma enfermedad, una visión íntima de lo que por medio de un ejercicio creativo deja de ser sagrado para entretenernos.

Al final tener en mis manos Pabellón de Cáncer me dio una pequeña satisfacción. De la mano de Cipriano el Mago adquirí el testimonio visceral de una enfermedad común de las zonas periféricas. Caminaba sobre una tierra embarrada por el emperador de todos los males, en un país que empala a sus profetas en refinerías en ruinas y astas monumentales sin banderas, no hay memoria, tampoco pertenencia ni explicaciones, solo mitos que hacen sombra a los mediocres, tan aplaudidos y respetados aquí. Con esa conformidad se puede llegar a vivir lo suficiente. Mientras el tumor se agrande y no duela, el olvido será la cura y el cáncer. Resulta desagradable sentir que no es posible desprenderse de los presagios de aquellos lugares donde se ha tenido que vivir ciertas calamidades.

…el destierro no sólo tenía un carácter deprimente que todo el mundo conoce aunque sólo sea por la literatura (no resides en los lugares que amas, no te rodean las personas que serían de tu agrado), sino que también tenía una cualidad liberadora poco conocida: el exilio te libera de incertidumbres y responsabilidades…

Regresando por la avenida iba leyendo páginas salteadas del libro ruso, ignorando lo confuso de aquel episodio con el autor de microficciones mortuorias en El Paraíso. Un episodio extrasensorial posible en los límites de País Hotel.

Las puntas de mis dedos aún tenían impregnados el orine de infancias muertas, de mártires desconocidos.

Alexander JM Urrieta Solano

Caracas, 14 de enero de 2021

Texto original del sitio Destreza de Pereza

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