Antisépticos para Camus
Caracas, 11 de mayo de 2018
Mi madre me pide que le compre un Merthiolate, una solución incolora a base de cloruro de benzalconio que sirve como antiséptico para la piel. Camino a la farmacia veo una larga cola de personas para entrar a la licorería, caigo en cuenta de que es viernes. No importa el costo de la vida, la gente busca embriagarse como pueda. Dentro de la farmacia hay otra cola para pagar en caja. Me desconcierto ante el precio del papel higiénico. Pienso en voz alta, qué bolas, ahora tener con qué limpiarse el culo resulta también un lujo. Una militar me pasa por el lado y se me queda viendo. Yo la miro y en silencio le pido explicaciones, (de manera injusta porque no es su culpa). Ella baja la mirada y gira con velocidad a otro pasillo. Hago mi cola y cuando soy atendido escucho a las cajeras asombradas porque una de sus compañeras se fue hace dos días del país. Se llevó a los muchachos, dijo una. No le avisó a nadie, dijo la otra. Pasa la tarjeta. Me dan mi factura. Doy las gracias y buenas noches.
Me faltaba comprar un helado y un té de durazno que iba en detrimento de la salud de mis riñones. Llegando a la panadería me encontré con un motorizado de confianza que nunca dice mi apellido bien. Urrutia. Es Urrieta, le digo mientras estrechamos nuestras manos. Yo pensé que te habías ido del país. ¿Para qué me voy a ir?, le pregunto, si hay tantas cosas que hacer por aquí. ¿Qué hay por hacer? De todo, le respondí, de todo un poco bastante. Se quedó en silencio como si no entendiera y seguí mi camino.
En la panadería había otra cola tremenda. Una bulla molesta venía de un par de cantantes que interpretaban una canción de Ricardo Montaner. Iban leyendo la letra desde sus celulares, improvisando ante un público indiferente que comía tortas escandalosas y exquisitos club houses. La crisis es confusa, pensaba. El helado que compré hace una semana vale ahora casi el triple. No había del té que me gustaba. Vi muchas mujeres voluptuosas con cuerpos que no eran de ellas, deformados por escotes con sus maridos papeados y tatuados pagando millones con un aire de capricho. Adultos felices que no se despegan de sus pantallas, que se diferencian de sus hijos solo por tamaño y figuritas de acción. El exceso de luz en un local hace que todas las cosas se vean peor, pues no solo nos revela lo bochornoso, también lo incongruente. Afuera, niños descalzos pedían comida y se volvían invisibles sin darse cuenta.
Hago mi último intento por buscar mi té en otra panadería. Me agarra un palo de agua. Escucho un par de personas que despotrican la lluvia como atribuyéndola a su mala suerte. Lo que faltaba para terminar este día de mierda, decía la muchacha. Qué cualidad tan patética, pensaba, tienen los venezolanos de sentirse la medida de todas las cosas. Siempre con esa idea de que el mundo entero nos quiere joder siempre. Entro en la panadería que así como la otra está abarrotada de gente consumiendo dulces y platos gourmet. La luz evidencia lo exagerado. Allí la bulla era distinta, había un violinista interpretando la canción de Gloria Gaynor, I will survive. En mi insignificancia quise ver toda la escena como parte de una señal.
Comprendí que la apatía y el fracaso se conjungan en una lógica distinta. Que el ruido y la multitud son refugios para no afrontar la soledad, la verdadera miseria que tratamos de ocultar culpando al resto de la humanidad por nuestros desaciertos como venezolanos. Pase lo que pase consumiremos hasta el fin porque es nuestra forma de interpretar la libertad. La crisis económica queda como un asunto baladí ante la crisis de sentido; crisis que resulta molesta, que requiere de un esfuerzo colosal tratarla y que, por razones de comodidad y salud, siempre se opta por ignorarla.
Esta esquizofrenia citadina debe tener solución en su desencanto. El venezolano quiere que todo cambie de repente sin que él tenga que intervenir en algo. Desgraciadamente el que se queda no tiene otra opción que verse obligado a ser extraordinario en todo lo que haga. Aspirar al sentido común no es más que morderse la cola de la frustración. Tal vez en ese compromiso está nuestra condena pero también nuestra virtud, (quizá la única de la que podremos jactarnos, en silencio).
Tal vez no hay que darle tanta vuelta al asunto y considerar irse sin importar que se puede ser el mismo idiota en otro lado, pero con la posibilidad de empezar desde el principio. Igual lo que se aprende en la cuna jamás se vomita. Tampoco hay que darle tanta relevancia a nuestra existencia. El mundo es más grande de lo que pensamos.
Estoy cada día más convencido de lo que me dijo mi padre: hay muchos que han aprendido y sacarán provecho de esta crisis; otros, simplemente, como suele suceder con la gran mayoría, no aprenderán un carajo.
¿Qué tipo de persona eres tú, lector?
Alexander JM Urrieta Solano